viernes, 9 de mayo de 2014

Las prisas son buenas





Hace algo más de un mes estuve un fin de semana en Londres. El domingo, yendo hacia el aeropuerto, hubo una avería en el metro y estuvimos parados durante unos tres cuartos de hora. Al ser la línea del aeropuerto, casi todo el mundo llevaba maletas y, supuestamente, tenía aviones que coger. Digo "supuestamente" porque, a tenor de lo que sucedió en aquel vagón, probablemente en aquellas maletas lo que transportaban eran cadáveres para enterrar en algún sótano de las afueras y, de coger avión, nada de nada. 

Cada diez minutos, un señor nos daba información por los altavoces. La justita. Básicamente, que no se sabía nada, y que a esperar.

La señora que tenía sentada enfrente sacó de su bolso la labor con desgana. Se puso a tejer una bufanda muy naranja y muy horrible. El que se supone era su marido, con hurgarse la nariz tenía bastante. El chico sentado a mi derecha sacó de su mochila una revista muy rara, algo de música heavy, y se puso a pasar páginas como si en aquello le fuera la vida. Al otro lado un indio hablaba por teléfono todo el rato (incluso cuando hablaba el señor de la megafonía, para ponerlo fácil al resto). Otra señorita muy mona jugaba al Candy Crush. Ante tal panorama, el de la izquierda de mi marido se durmió. En su hombro. Mi marido, por su parte, con el brazo que le quedaba libre, se puso a contestar mails de trabajo.

Mis ronchas y yo queríamos matarlos a todos (al marido primero) y meterlos en esas maletas. ¿Pero es que nadie tenía sangre en las venas? Nadie se inmutó. Nadie levantó la voz. Nadie miró el reloj ni hizo un sólo chasquido con la lengua. Nadie comentó siquiera con el vecino aquello de "menuda faena, vamos a llegar tarde". Yo sólo pensaba en lo que sucedería en Madrid si un vagón de camino al aeropuerto dejase encerrada a la gente durante tres cuartos de hora, un domingo por la tarde, sin dar explicaciones. Con el martillo de romper las lunas habrían terminado con la vida del consejero de transportes, o, en su defecto, del maquinista o el guarda jurado del Metro. 

Quizá la puntualidad británica implique llegar al aeropuerto tres horas antes y aquellas gentes fueran sobradas, pero lo cierto es que con los 45 minutos que estuvimos parados, mas otros cuarenta extra que perdimos cogiendo otro tren al tener que apearnos en otra estación debido a la avería, si tuve la suerte de no perder el avión fue porque el avión también se retrasó.

Y, sin embargo, aquella gente sin sangre no se inmutó. Asumió su destino estoicamente y se dedicó a aprovechar el tiempo de la mejor manera que pudo.

En el fondo, no sé si envidiarles. El desenlace de la historia hubiera sido el mismo (con o sin histeria) y ellos se evitaron las ronchas y el omeprazol. No tener nunca prisa, no sufrir por futilidades, debe de ser una sensación maravillosa. Yo no la conozco y quizá me esté perdiendo algo importante. ¿Llego tarde para eso? Espero que sí. Porque, probablemente, para sacar lo que lleve dentro, un día, acabaría matando silenciosamente a alguien. Y ya sabéis lo que haría después.

3 comentarios:

  1. Nunca me había llamado la atención la rubia albión, pero desde que la visité creo que en algún momento de mi vida viviré allí

    y seré una cuarentona con el pelo teñido de morado, ya puestos.

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    1. Si eso te hace sentir mejor, pues oye... pero yo no termino de verlo claro.

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  2. Si te consuela yo también hubiera sufrido un ataque de histeria. Perder un avión es algo que no entra en mi cabeza... Que harías después?
    Ra

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