Cuando la gente empieza un blog suele ir de modesta y decir
aquello de que lo hace sin pretensiones, sólo por divertirse, sólo por
compartir. Blablabla.
Todo mentira.
Cuando cualquiera empieza un blog tiene la mínima pretensión
de que alguien lo lea. Para lo demás ya está la satisfacción del “querido
diario…”. Por cierto, en este blog la
que habla de libros es mi archienemiga pero ya que salen a colación los
diarios, me he acordado de “Diario secreto de Susi, diario secreto de Paul”, un
libro de Barco de Vapor bastante cursi que marcó mi infancia. Quedaría mucho
mejor decir que marcó mi infancia La Historia Interminable pero la verdad es
que fue ese nunca bien ponderado libro de la serie naranja. Y reconozco sin
pudor que Momo, ya que estamos con Michael, me pareció un coñazo soberano.
Volviendo a las pretensiones. Nosotras queríamos que nos
leyera mucha gente y ganar mucho dinero con el blog (más o menos como viene
sucediéndole a todos los blogueros de pro que conocemos). Un año después, no
hemos conseguido ni lo primero ni lo segundo. Pero, ojo, porque no hemos
querido.
Lo segundo, lo de la pasta, es fácil de explicar: nos
escribió un señor muy amable de Georgia empeñado en regalarnos una cifra
indecente de dinero a cambio de unos pocos datos. Como somos muy dignas no se
los dimos. Pero que sepáis que, hoy por hoy, podríamos ser ricas.
Lo primero, lo de la fama, tampoco es difícil de entender:
teniendo en cuenta que no hacemos nada, absolutamente nada de todo lo que he
escuchado en los eventos blogueros a los gurús que hay que hacer para tener
visitas, lo raro sería que lo petásemos.
Siendo este el balance de las cosas materiales y
superficiales que, por supuesto, son las que fundamentalmente nos preocupan,
hace meses que decidimos entregarnos a las mieles de ser un auténtico blog de
culto. Y se nos da fenomenal. Sobre todo a mí, que llevo sin publicar desde el
diez de julio.
Hoy vuelvo aquí para comentaros un par de cuestiones que me
agobian. Ya sabéis que en este blog no vivimos al filo de la noticia de alto
impacto pero a mí me agobia ahora y no me agobió la temporada pasada. Es lo
bueno del blog de culto, que una puede preocuparse y atribularse
atemporalmente.
Recientemente he sufrido en mis carnes dos tendencias que me
espantan y que parecen fascinar al personal. Como somos tontitos, lo
importaremos rápidamente (insisto, si no lo hemos hecho ya) y por eso creo
conveniente que estemos todos atentos.
Mi primer espanto sobrevino el día 31 de diciembre en el
MoMA, visitando el lugar donde en tiempos pasados (siempre mejores, claro)
levité frente a varias
sillas de esas que me gustan. Yo llegué allí buscando
las sillas (llevaba todo el día dándole el coñazo a mi familia con ver las
sillas) y lo que me encontré fue con algo parecido a los recreativos de mi
pueblo. Si mi pueblo tuviera recreativos, que me he venido un poco arriba.
Resulta que ahora los videojuegos se consideran arte y en el
MoMA han decidido hacer hueco donde antes había sillas y en su lugar colocar el
Street Fighter. Mi marido, que es un ciudadano tranquilo al que todo le viene
bien, lejos de indignarse se echó una partidita con mi hermano. A mi hermano no
suele venirle todo bien y, además, se le presupone algún conocimiento de arte,
pero también pareció preferir el Street Fighter a las sillas.
Yo deambulaba por la sala buscando algo con cuatro patatas
aunque fuera de los Eames (en ese nivel de desesperación estaba), pero no. En
su lugar encontré esto como símbolo de cultura Pop o a saber de qué podría
considerarse símbolo.
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La decepción tenía una imagen. |
¡Un sillón hinchable! ¿Qué tipo de broma pesada era esa? No
era. Es. Es de mal gusto. Yo no tengo nada en contra de los videjuegos y he estado
enganchada a muchos. Pero que alguien pueda inclinarse por las maquinitas en la
guerra sillas vs maquinitas no me indigna, me indigesta.
Sinceramente, fue un disgustazo para terminar el año del que
afortunadamente me sobrepuse gracias a una conveniente barra libre nocturna. Eso
sí, yo perdono pero no olvido. Desde el 31 de diciembre el MoMA me parece tan
coñazo como Momo.
Qué humor el mío.
El segundo espanto es la absurda moda de los lugares
secretos. Siempre ha habido lugares secretos. Vale. Funcionaban con contraseñas
que corrían de boca a boca, gracias a las cuales podías acceder a antros donde
tomarte una copa o comerte unos espaguetis. Bien. Tenía su gracia o incluso su
lógica dada la dudosa legalidad de algunos de ellos.
Lo que no tiene su lógica son los locales donde se juega a
imitar la época de la Ley Seca cuando ahora uno puede emborracharse dónde y
cómo le dé la gana (más o menos). Y lo que tiene menos lógica todavía es que
para acceder a esos locales secretos haya que hacer una reserva en un número
que se obtiene en un lugar tan secretísimo como internet. En la propia página
web del lugar secreto.
Bueno, pues fui a dos de esos sitios. En el primero, que
abría a las cinco de la tarde, el “secretismo” iba con retraso y no nos dejaron
entrar hasta y diez. Ni a nosotros, ni a otras quince personas que también
tenían la misma reserva secreta y que hacían cola en la calle con nosotros de
forma secretísima también.
El sitio era muy chulo, con sus reservaditos y sus
cortinitas. Por lo visto, hace algún que otro año, la ley de un señor llamado
Raines impedía beber a los ciudadanos en lugares que no fueran hoteles. Debido
a aquello, empezaron a proliferar falsos hoteles con minúsculas habitaciones
para salvar el obstáculo de la ley y poder servir bebida. Habitaciones en las
que evidentemente no se alojaba nadie y que algún avispado rápidamente reenfocó
hacia lupanares.
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Garito turbio, secreto y moloncísimo, claro. |
Hasta aquí, todavía bien. La cosa se complicó cuando
llegamos al segundo garito secreto cuya puerta estaba elegantemente decorada
por una torre de bolsas de basura que habrían hecho las delicias de Mrs. Primark.
Además de tener que saltar las bolsas de basura para llamar, bajar unas
escalerillas y llamar a la puerta de un sótano, resultó que allí no había nadie.
Sólo un número de teléfono donde podían llamar los repartidores de bebidas (que
por lo visto también debían desorientarse bastante con tanto secretismo).
Por supuesto, por allí deambulaban también otros
secretísimos despistados como nosotros buscando el local. Gente que nos miraba
cómplice en plan “vosotros también lo sabéis”. Lo sé, estáis pasando vergüenza
ajena todos. Por eso es importante que valoréis mi sinceridad y mi afán por
manteneros a salvo.
Y antes de que salte el que todo lo sabe y diga que en
Madrid también hay algún local que juega con la broma del falso secretismo, le
diré que sí, y que
Club A de Arzábal (que me descubrió la que todo lo descubre, Me
gusta mi barrio) es desde hace unos meses uno de mis nuevos sitios favoritos
para acabar la noche. Pero, queridos, no hay color.
Su puerta es muy elegante, en lugar de bolsas
de basura hay un portero muy amable y además ponen unas bolas de chocolate con
las copas que ellas mismas valen la visita.
Ah, y un detallito que particularmente valoro:
no ponen los hielos con la manaza llena de secretas bacterias como lo hacen
allende los mares.
Con el ascazo que me da a mí la mierda secreta de las uñas
ajenas.
Aquí lo dejo, que estamos de aniversario y mi archienemiga y
yo tenemos mucho que celebrar. Disfrutad de los regalos de Reyes aunque
siguiendo esa máxima absurda de “los regalos se dan en Papá Noel para poder
jugar en Navidad” supongo que ahora sólo tocarán calcetines y jerseys.
Que Melchor reparta suerte.